MUSEO POETA
DOMINGO RIVERO

Colaboraciones

¡Al sur, al sur!

Lunes, 11 de Marzo de 2013

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¡Al sur, al sur! (¡AL SUR, AL SUR!)

¡AL SUR, AL SUR!

“¡Al Sur, al Sur!” nos dijimos como mantra y única consigna. Estaba convencida de que el sur nos liberaría del pecado original de habernos unido cuando todos creían que no era el momento ni el lugar ni la persona. El Sur era el verdadero punto cardinal, el del corazón, el Norte, se nos antojaba entonces como el punto racional del que queríamos escaparnos. Y del que nos escapamos. Al menos por un tiempo.

Después de Agadir sentimos que comenzábamos a acariciar nuestro destino. Fue al dejar atrás el Souss-Massa cuando la tierra comenzó a palpitar, a respirar intensamente y a desnudarse de sombras. Recuerdo que saltamos en nuestros asientos cuando en una vuelta descubrimos el primer puñado de arena esparcido en el asfalto, como si el desierto nos hubiera dejado una breve pista para que no desesperásemos en su búsqueda, para que lo encontrásemos. Ahora ya no estamos juntos. Ahora ya los viajes no son una huida sino un reencuentro conmigo. Ahora es cuando he aprendido que la arena no siempre es un desierto y que el desierto no siempre es de arena.

Entonces las dunas, nos decíamos, eran acostados muslos de alguna sabia mujer africana que, en su sueño, los movía, delicada e inexorablemente, a veces adentrándolos en la carretera, interrumpiéndola. Paisaje cambiante que ya no existe. Como nosotros. El mapa señalaba Dajla, “la interior”, como un centro de gravedad y, a medida que nos acercábamos, la tierra, sujeta a su poder, se iba hundiendo creando inmensos huecos. Nada más llegar nos advirtieron de las grandes mareas porque así como la tierra tiene sed y pide agua, el mar tiene hambre y exige tierra. En medio, nosotros. Entre tantos espejismos, tú eras entonces tan real.

En Dajla las mujeres se visten de colores pero es el viento el sastre improvisado que rediseña sus vestidos en permanencia. Después de tantos años puedo decir que nunca te vi tan feliz como lo fuiste en Dajla, en aquel paraíso extraño, el paraíso de aquellos a quienes el viento majadero no solo no les exaspera sino que les reconforta, les calma. Allá hicimos parada y fonda una semana entera como si hubiésemos obtenido la ciudadanía del país del exilio. Pero el sur seguía susurrándonos y sentíamos su llamada como la sienten las aves migratorias antes de su primer viaje. Y condujimos hasta Mauritania por la recién inaugurada carretera transahariana. Recuerdo las leves caricias de nuestras manos mientras las posábamos, una sobre la otra, en la palanca de cambios. A veces, en vez de mirar hacia adelante, nos cruzábamos brevemente las miradas, lo justo para comprender por qué algunos barcos se varan en mares calmos.

Atardecía cuando atravesamos la frontera. Viajeros jugaban al fútbol con policías y los gatos…los gatos son gatos en todas partes. El guardia fronterizo, un hombre espigado, con gafas muy oscuras y montura muy dorada, nos dijo mientras daba sendos golpes al sellar nuestros pasaportes: “Bienvenue en Mauritanie”. Cuando llegamos a Nuadibú ya era de noche. Los paneles tan solo mostraban dos indicaciones: el centro de la ciudad y la estación. En la noche, más noche si cabe en lo desconocido, las únicas luces que nos alumbraban eran las de los faros de los coches que iban de un sitio a otro sin llegar a salir de la ciudad. Tan seguros estábamos de que nuestra dicha era dormir juntos que viajábamos sin reservar hotel alguno. Después de horas conseguimos encontrar un número de teléfono que nos llevó a la zona de Cansado, a un hotel cuyos pasillos respiraban un aire penitenciario pero que, para nosotros, significaba la libertad de un techo y una cama, al fin y al cabo.

Un día más tarde seguimos camino a Nuakchot. Cuatrocientos kilómetros por delante de arenas blancas, tostadas y negras y variaciones de temperatura de hasta veinticinco grados en pleno abril. Hay partes de las historias para las que no hay fotografías. Las fotografías son como las sonrisas: cuando uno está en extremos momentos de placer o de frustración desaparecen… Tú y yo, a mitad de camino, buscando el mar desesperados, abandonamos el asfalto, nos metimos arena a través y el coche se nos hundió en una gran duna. Recuerdo que eran las cuatro y media de la tarde y que el termómetro había superado los cuarenta grados. Tú intentabas por todos los medios rescatarnos pero no había manera de sacar el coche de aquella trampa. Nadie nos veía, nadie nos vio. Lejos de la carretera, con dos botellas de agua, sin cobertura telefónica, vimos el sol que se hundía y nos dejaba una noche de ventaja antes de proclamar su probable victoria al día siguiente. Aquella noche, solos tú y yo, luchamos juntos contra nuestros propios miedos, manteniendo la paz con el otro, cosa que después desaprendimos absolutamente.

El desierto en la noche es un océano, criaturas que aúllan bajo un cielo casi blanco como si todas las estrellas se hubieran reunido, luces a lo lejos para las cuales éramos dolorosamente invisibles. Nos atrapó el espejismo del mar y nos quedamos a la deriva en un océano de arena. Me dormiste con un cuento, una historia que no me habías contado nunca, el cuento de tu colegio con nombre de astronauta y yo me quedé dormida en tu pecho, tranquila, aun cuando podía ser la última noche de nuestras vidas o, quizá, por eso precisamente.

Nos despertamos antes que el sol pero este pareció hacerlo con más decisión. El sol que nos iluminaría hacia la ayuda sería, quizá, implacable y asesino. Lo dejamos todo atrás, salvo el agua, el libro que leíamos juntos y un melón. Nos cubrimos el cuerpo y echamos a andar hacia el asfalto. Lo más sorprendente en aquellas circunstancias era la terrible belleza, innegable a pesar del miedo. Los camellos comían entre las dunas y una cría, temerosa, huyó de nosotros, a pesar de nuestra total vulnerabilidad. Después de una larga y silenciosa caminata llegamos a la carretera sabiendo que cada media hora significaba un grado centígrado más. Algunos coches siguieron de largo, un todoterreno ralentizó su marcha y nos lanzó una botella de agua fresca, para nosotros, bendita.

Sentados en el asfalto nos dimos cuenta de que casi siempre que uno realmente necesita ayuda tiene que pedirla al desconocido, al que puede darte la vida o quitártela. Al cabo de un tiempo que no recuerdo, pasó un jeep lleno de obreros que se encargaban de reparar los baches, también recién estrenados y, sin que dijéramos nada, nos ofrecieron su ayuda con tan solo cuatro palabras: “on va vous aider”, vamos a ayudarles. Con ellos nos fuimos y llegamos a una caseta de donde empezaron a salir más obreros con sabios andares de camello, así como el frío elimina la pereza, el sol erradica la prisa. Volvimos todos juntos a la duna donde nos habíamos quedado enterrados. Con la fuerza de sus brazos sacaron a flote nuestra nave. ¿Cómo se puede llamar fuerza bruta a la fuerza de un ser humano dirigida por su cerebro y con el empeño de su corazón?

El coche empezó a moverse y lloramos por nuestra humildad recién adquirida, por las ganas de aquella gente de ayudarnos, sin conocernos, sin que probablemente volviésemos a vernos nunca. Les ofrecimos todo lo que teníamos, esos papeles tan valiosos que de nada nos servían bajo el sol. No quisieron nada, no aceptaron nada, tan solo el roce de las palmas de nuestras manos en agradecimiento. Cuando nos dejaron de nuevo en la carretera se despidieron con aquellas manos milagrosas. Hombres-oasis en medio del desierto humano. Ya en el coche callamos durante horas hasta que por fin hablamos y pudimos confesarnos todo lo que no nos dijimos para no avivar el miedo del otro. Llegamos a Nuakchot, la capital del país, toda la capital que se puede ser siendo súbdita de la arena. Paseamos delante de las mezquitas, la saudí y la marroquí y fuimos a la lonja, japonesa. Y vimos a los pescadores enfundados en el amarillo de los monos pesqueros y los mil y un colores de las “melafas”.

Queríamos llegar a Dakar y de Dakar continuar hasta Malí, pero estábamos saciados, como si en ese viaje ya hubiéramos aprendido lo que necesitábamos saber en aquel momento: que éramos humildes e indefensos como cuerpos pero indestructibles como amantes.

Volvimos, pero esta vez por la orilla del mar, como antiguamente se hacía, aprovechando la marea baja de tres horas. Era tanta la belleza de aquella costa que creo que para describirla será mejor que cada uno imagine lo que más le guste y lo lleve al grado sumo. Para nosotros eso significaba la luz desnuda y las dunas vencidas por un mar bravo. De vuelta pasamos por el Banc d’Arguin donde, de un lado, el mar estaba infestado de vida con orcas, delfines, tortugas, tiburones, meros y corvinas y del otro chacales, hienas y fénecs y en el aire, ibises, pelícanos y flamencos. Con el miedo a hundirnos nuevamente, el miedo aquel de no saber nadar y aun así amar el mar, seguimos adelante. Comprendimos por qué aquello estaba lleno de vida, porque olía a vida, a la vida más pequeña, la vida que uno nunca llega a ver y, sin embargo, es la que alumbra y pare a toda la demás. Por el camino regalábamos naranjas a todos los niños, agua agridulce para niños de sangre salada, niños que veíamos como el pasado de los hombres que nos rescataron. Estábamos de vuelta ya y no sabíamos si habíamos atravesado el trópico de Cáncer o si este nos había atravesado a nosotros.

Ahora la brújula señalaba Norte. Los viajes de ida y vuelta son tan diferentes: la luz cambia, las gentes cambian, uno ha cambiado. Lo temido se vuelve familiar y lo familiar temido. Atrás la costa de las Focas, atrás la bahía de Cintra, inexploradas ambas. Adelante el futuro que nos mantendría en viaje unos años más. Pero que también quedó atrás. Como nosotros.

Astrid Ramos Cardona

(*) “Nací en Las Palmas de Gran Canaria en 1977. Recuerdo que comencé a escribir más o menos a la edad en la que logré alcanzar el rollo de papel para la lista de la compra que había en la cocina. A partir de entonces un libro, un cuaderno y una pluma me han acompañado siempre, en mis estudios de económicas y en mis largas estancias fuera de la isla: en Madrid, Casablanca, Londres o París. En el año 2010 decidí comenzar a enviar mis trabajos hasta entonces ocultos en las hojas de mi cuaderno. Así fue como en agosto de 2011 obtuve el 2º Premio del IV Concurso de Poesía “Poeta Bento” de la Fundación Canaria Néstor Álamo. En octubre de ese mismo año, resulté ganadora del Concurso de Microrrelatos “microMadrid” del programa de radio “A vivir Madrid” de Cadena Ser. Y en agosto de 2012, fui finalista del IV Concurso de Relatos de Mujeres Viajeras que resultó en la publicación del relato que se adjunta.”

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