Que diferente es la contemplación del ciudadano que comprende que la ciudad forma parte de sí mismo. La visión de este habitante es excepcional, conoce nuestra querida urbe, la vive, la patea y de esta forma está al tanto de los tesoros que guarda. También abundan los que no experimentan esta vinculación, son los que la afean, la ensucian, la ignoran y la destruyen.
Existen además visitantes ocasionales no tan vividos ni sentidos ni destructivos, pero deseosos de captar esencias, como es el caso del “turista despistado”; casi todos los son por la escasa información que reciben. Vegueta, sin tener la monumentalidad de otros lugares de España, sería su gran sorpresa si fuera advertido que es barrio modelo y receptor arquitectónico de Latinoamérica, ecléctico pero de manera muy nuestra y original.
A nuestro desorientado guiri le será sencillo llegar a San Antonio Abad, pero encontrará la ermita cerrada y no percibirá la belleza de sus retablos e imaginería. Fácil tendrá la visita a la Casa de Colón, mas a la salida nada le señalará la vía a seguir. Verá la catedral y allí marchará –con suerte pasará por la Plaza del Pilar Seco, ojeará la calle de los balcones y difícil será que advierta que allí está el CAAM–. Si quisiera inspeccionar el templo deberá necesariamente ver el Museo Diocesano. Con la visión de la Plaza de Santa Ana es muy probable que termine el periplo. No tendrá idea de la magnitud del casco antiguo ni del atractivo que se le ha privado de ver.
Imaginemos que este desinformado visitante, se siente atraído por la palmera que sobresale junto a la casa consistorial –con interiores invisibles, no hay propuesta de visita– y tira calle arriba. Tendrá premio, hallará la romántica fuente del Espíritu Santo y la calle Castillo –una de las más bellas de la ciudad– con mansiones, piedra labrada, insólitos balcones y en el número siete una inaudita trasmutación de piedra en madera.
Naturalmente, no estará abierto el pequeño santuario situado junto a la fuente, su primoroso y bien restaurado interior no es accesible al visitante. Cerrada, igualmente, verá la iglesia de los jesuitas, con preciosa cúpula de espectaculares frescos, admirable retablo caoba y original cantería.
Posible es la visita al Museo Canario. Casual, la llegada a la Plaza de Santo Domingo. Y difícil, el paso al interior de la iglesia –marchará sin saber de su antigüedad, de su coro, de sus imágenes, ni del incomparable retablo a la Virgen del Rosario–. Nadie le invitará a entrar en la capilla de San Blas, que suele estar abierta; si vence el natural reparo, admirará la imagen del santo, el mudéjar de su entrada y de los dos compartimentos laterales.
La popular y anoréxica imagen de Santa Rita hace el “milagro” de mantener abierto el templo de San Agustín, y, de paso, da ocasión a nuestro viajero de husmear algún patio de Vegueta. Aunque –bien por abandono, por robo u otra causa– la mayoría, como no podría ser menos, están cerrados.
¿Quién en su vida recuerda haber traspasado los quiciales de la ermita de las Adoratrices en la calle Reyes Católicos?
Pena, las de los vecinos de San Juan, ante la rancia, olvidada y por supuesto oculta iglesia del barrio, tan cercana a Vegueta y tan marginada del casco histórico; con un curioso retablo y dos interesantes lienzos laterales. En espera de una debida restauración, unas señales que la integren y un edil que sepa aprovechar sus típicos alrededores. Estos, con unos arreglos, flores, algo de imaginación y vigilancia harían de la visita una gozada.
La sobria, vetusta y, siguiendo el funesto uso, escondida iglesia de San Roque no tiene gran atractivo, pero está situada en un punto neurálgico que bien se podría llamar: El Mirador de los Tres Santos. Se contempla, en única panorámica, los sectores de San Roque, San Juan y San Francisco con su tipismo y colorido. Si bien para que resulte atractivo necesita de un proyecto serio de balconada y de arreglos de fachadas e inmediaciones.
Las calles de Doctor Chil, Castillo y la subida de San Roque forman en línea de continuidad una sola vía que podría culminar cerca de la iglesia de este barrio. Imaginen una calle peatonal y semi-peatonal –arteria principal de Vegueta– con más de un kilómetro de recorrido, bordeada de palacetes, iglesias, museos, plaza, fuente, patios, rectorado, mirador…
Lindante con el viejo distrito la ocultación que no cesa llega al templo de San Francisco, a menos haya un acto religioso, vedados están para el turismo sus retablos, murales e imágenes de Lujan Pérez. Al lado está la grácil capilla de Las Dominicas, con minuciosas pinturas de magnífica presencia; solo se abre al público el jueves de Semana Santa. Hasta el Gabinete Literario está contagiado de este secretismo: No se permite el paso a los turistas.
El motivo de tanto cierre de monumentos se debe a otra cerrazón pero intelectual. El recurso fácil de culpar al clero, en este caso no tiene sentido; tratan de evitar robos y abusos. No es misión de la iglesia satisfacer la curiosid de forasteros, y sí del Cabildo y Ayuntamiento. ¿Tanto cuesta un acuerdo con la autoridad eclesiástica que incluya pagar unos pocos vigilantes que cuiden los templos en horarios convenidos, y cierta compensación económica o de otro tipo por permitir la visita? Hemos visto en otras ciudades el empleo de cristaleras o verjas situadas en las entradas, solución a tener en cuenta. ¿Cuál es la razón para que no existan señales que marquen el recorrido y a su vez indiquen los sitios de interés?
Nuestro barrio antiguo ya está diseñado, no necesita de arquitectos estrellas. Precisa de muchos cuidados, algunas intervenciones, restauración de edificios, más calles peatonales… y mostrar abiertamente todo lo que guarda.
Descartado el Parque de la Música, olvidada la Pasarela Van Barke, obstruida la Base Naval, fracasada la Gran Marina, etc. Vemos como las políticas partidistas frustran la buenas ideas del contrario y las ilusiones ciudadanas. Aunque para soñar aún nos queda Vegueta.
Tomás Rivero (Mario Simbio)